Cuando tenía cinco años, Adiris, la más pequeña de cinco hermanos, fue abandonada en los abrasadores escalones de ladrillo rojo del Templo de la Purgación de Babilonia. Para poder lidiar con el trauma y el dolor, se aferró a la creencia de que los dioses tenían un plan para ella. Su nueva vida consistía en una tranquila servidumbre. Cuidaba los jardines, preparaba comidas ceremoniales y abrillantaba los quemadores de incienso rituales. Por las noches, rezaba por una señal que revelase su propósito en la vida.
Cuando creció, le encomendaron asistir a los sacerdotes de más alto rango durante la adoración anual de la cabra marina, el dios del agua y la creación. Adiris balanceó el incensario por la sala hipóstila para lanzar densas humaredas negras que llegaban a los imponentes pilares de piedra antes de desvanecerse. Sus preocupaciones desaparecieron y se sintió bendecida de una forma que la acercaba más que nunca a los dioses. Trabajó tan duro como pudo a partir de entonces: cumplía con sus obligaciones, aceptaba tareas extra y ayudaba a los sacerdotes durante los rituales de purificación.
Los sacerdotes necesitaban cada vez más y más ayuda. Se realizaban purificaciones diarias para responder a la demanda que llegaba desde fuera de los altos muros del templo, donde había resurgido una catastrófica plaga. En cuestión de meses, los sacerdotes contrajeron la enfermedad. En poco tiempo, estaban demasiado débiles como para poder llevar a cabo ningún tipo de ritual. Adiris, que había asistido en muchos rituales de purificación, era la única que podía seguir llevándolos a cabo. Resultaba perentorio contener el pánico, aunque fuera a manos de una novicia.
Nerviosa antes de su primera ceremonia, Adiris visitó la cámara del santuario de los sacerdotes. Mientras encendía las velas, vio una estrecha apertura al fondo. Se coló como pudo por el hueco y llegó a una cripta oculta bajo el santuario. En la cámara había solamente una estatua dorada de una mujer, con las manos extendidas y los dedos cubiertos de joyas. Era la señal que Adiris llevaba esperando tanto tiempo.
El gran salón estaba repleto de seguidores que se inclinaron a la llegada de Adiris. Con grandes zancadas, llegó hasta el altar de ladrillo y tomó la daga ceremonial forjada en plata. Sus dedos cubiertos por anillos de rubíes se aferraron a la hoja como si fuesen garras. Esa repentina muestra de ostentación intrigó a los seguidores, que ya estaban sorprendidos por su belleza y juventud.
Cuando empezó a recitar la épica de la creación, una mujer del fondo se desmayó. Adiris se acercó a ella corriendo y se dio cuenta de que tenía los pies cubiertos de ampollas negras. Sin dudarlo, cogió la hoja sagrada y se cortó un dedo del pie con ella. Seguidamente, se lo ofreció a los dioses, todavía ensangrentado, y les suplicó que protegieran a aquella pobre mujer. Entre los seguidores se hizo el silencio y, desde entonces, la proclamaron su nueva sacerdotisa.
Las historias sobre su riqueza, belleza y devoción se propagaron por toda la ciudad tan rápido como la enfermedad. Sus seguidores no tardaron en referirse a ella como la suma sacerdotisa de Babilonia.
Pero la fe de Adiris fue puesta a prueba cuando mostró los primeros signos de la infección. Empezó a toser una mezcla de flemas y sangre, le empezaron a aparecer abscesos en el cuello y el pie que ahora tenía cuatro dedos empezó a oscurecérsele. Avergonzada por su enfermedad, comenzó a llevar un velo y un incensario con el que enmascarar el hedor rancio que desprendía su piel. Con la esperanza de que los dioses la salvaran, siguió llevando a cabo los rituales y ofreciendo agua y comida bendecidas a sus seguidores.
Pero ningún ritual podía salvarla. En un intento desesperado por apaciguar a los dioses, Adiris se autoexilió de la ciudad. Viajó hacia el norte con varios seguidores, atreviéndose a cruzar los fríos bosques de Urashtu, hasta que caminar dejó de ser posible.
Acamparon en una cueva húmeda, donde Adiris yacía en un charco de vómito. Tenía tan hinchado el pie, ya completamente negro, que no podía avanzar más. Tanto ella como sus seguidores se dieron cuenta de la verdad en esa cueva: se habían infectado todos con la plaga.
Adiris se arrodilló entre todos y llevó a cabo una última oración. El humo negro del incienso se elevó por el aire húmedo antes de que una fría brisa se lo llevara.
Jamás se encontraron los cuerpos de Adiris ni de sus seguidores. Se contaron muchas historias sobre su retorno, pero nadie sabe realmente cuál fue la suerte que corrió la suma sacerdotisa de Babilonia.