Charlotte y Victor Deshayes son dos hermanos siameses que poseían un vínculo emocional incomparable. Superaron la poca probabilidad de supervivencia que tenían al nacer en el siglo XVII, lo que podría considerarse un milagro, si bien les trajo una vida plagada de persecuciones. La parte inferior del cuerpo de Victor estaba adherida al pecho de su hermana, y las piernas abrazaban sus músculos y órganos. Era más pequeño que Charlotte, y parecía más un apéndice del cuerpo de su hermana que un niño completamente formado. Cuando los recién nacidos chillaron nada más venir al mundo, la matrona reaccionó aterrorizada. Salió huyendo de aquella casa, gritando que una bruja había dado a luz a un demonio. Así comenzó la caza de Charlotte, Victor y su madre, Madeleine.
Los años posteriores solo fueron recuerdos fugaces para los mellizos. Aun así, era lo más parecido a una vida normal para ellos. Pensaban que los viajes que hacían con su madre eran algo común para todos los niños. Huir y ocultarse por la campiña francesa formaba parte de la rutina. Cuando cumplieron cinco años, se les presentó un nuevo desafío: su madre cayó enferma. Pálida y agotada, a Madeleine no le quedó más remedio que encargarle a Charlotte la tarea de buscar comida. La niña, que siempre llevaba una capa adicional de ropa para ocultar a Victor, salió de la tienda de campaña montada en el bosque y partió hacia la aldea más cercana. Aunque resultaba una visión peculiar, hizo lo que le habían enseñado: esperó la oportunidad adecuada en el mercado y afanó toda la comida posible. Una victoria, sí, pero muy fugaz.
Pasada la medianoche, unas llamas oscilantes rodearon el asentamiento de la familia en medio de la oscuridad. Un grito que infundía temor y respeto rompió el silencio de la noche y a continuación apareció una muchedumbre de cazadores de brujas. Unas manos ansiosas arrancaron a los mellizos de su cama, Charlotte se defendió a patadas de quienes se acercaban. Madeleine gritó por sus hijos, pero un garrote en el cráneo ahogó su voz súbitamente, mientras Victor chillaba como una rata atrapada.
Los cazadores se coordinaron rápidamente. Un tribunal declaró a Madeleine culpable de brujería, y como prueba tenían su descendencia diabólica. En cuestión de minutos encadenaron su cuerpo inconsciente a un árbol, y le cubrieron los pies con ramitas secas y musgo. Cuando recobró el conocimiento, no opuso resistencia y solo les suplicó a sus hijos que huyeran, pero estos no tuvieron elección: les obligaron a observar cómo encendían la antorcha y cómo las llamas subían por la falda de su madre, chamuscando y devorando su carne. Vieron cómo la grasa se desprendía del cuerpo y su rostro se deformaba. Estuvieron mirando hasta que los gritos que destrozaron sus cuerdas vocales dejaron de oírse y solo quedó el chasquido de las ascuas y un hedor nauseabundo.
Cualquier sentimiento de felicidad y bondad que hubiera en aquellos hermanos murió junto con su madre. Fueron enjaulados y llevados hasta un viejo templo de madera, donde unos personajes reservados, ataviados con túnicas negras, los compraron. Victor reaccionaba como una bestia salvaje cuando intentaban acercarse a ellos, arañando y mordiendo. Lo único que lo tranquilizaba era el abrazo de su hermana. Charlotte, que sentía un profundo resentimiento hacia todo el mundo excepto hacia su hermano, encontró un nuevo propósito: sería su protectora.
En el templo fueron expuestos durante años a experimentos fuera de lo común: algunos eran crueles, y otros, simplemente sorprendentes. En una ocasión, les obligaron a romperle el cuello a un pequeño pájaro gris. En otra, hicieron que los dedos les sangraran en un jarrón con rosas. Cada siete días, dormían con una rama de roble húmeda bajo la almohada. Y después estaban los cánticos: aquellas figuras entonaban un coro incesante con una rígida periodicidad.
Finalmente, se planeó un último experimento: dos figuras guiaron a los mellizos al centro del templo y colocaron a Charlotte en el altar de una sala iluminada por candelabros. El rostro arrugado de un hombre los observaba por debajo de la caperuza, mientras colocaba una mano en la frente de cada hermano y examinaba cuidadosamente sus cráneos. "Memento mori", pronunció, mientras sacaba una hoja brillante.
Charlotte se escabulló y sacó del altar a su hermano. Victor emitió un chillido y estiró el brazo tanto como pudo, con lo que tiró un candelabro. Las llamas engulleron rápidamente la madera seca y se propagaron por el suelo, encendiendo las túnicas negras que llegaban hasta él. Los gritos agónicos atravesaban aquel infierno, enardecían a Charlotte. Mientras atravesaba aquel horror, solo acertaba a ver humo negro y llamas abrasadoras. Una pesadez dolorosa llenaba sus pulmones. No hallaba ninguna salida y cada paso que daba le hacía sentir más y más calor. Se derrumbó ahogada y, de repente, vio luz y árboles... Pasó del fuego a una hierba húmeda. Sin mirar atrás, corrió hacia el bosque, donde perdió el conocimiento.
Cuando abrió los ojos, Charlotte buscó la mano de su hermano, pero este no reaccionaba: su cuerpo yacía inerte. Le agarró la cara y miró fijamente a su hermano. Los movimientos a los que estaba acostumbrada, cómo tiraba de su piel, las piernas que salían de un hueco en el pecho... todo había desaparecido. Victor estaba muerto.
A Charlotte no le quedó más remedio que continuar mientras lloraba la muerte de su hermano, temiendo que las gentes con túnicas negras y los cazadores de brujas la encontraran. Ocultó el cadáver de su hermano bajo la ropa y se adentró en las cloacas de una ciudad cercana. Se asentó en ese lugar y solo salía para robar comida; en las épocas de mayor desesperación, saqueaba graneros para llevarse la comida de los cerdos. Con el paso de los años, el cadáver de Victor se pudrió, y las extremidades se necrosaron y supuraron. Aun así, era como si su cuerpo se resistiera a descomponerse del todo, como si la sangre de su hermana lo alimentara. Proteger el cuerpo inerte de Victor se convirtió en el único motivo de la existencia de Charlotte. Se resistía a separarse de la única familia que le quedaba.
La adolescencia se convirtió en supervivencia pura. El odio que sentía por la humanidad crecía día tras día, sobre todo cuando se dio cuenta de que jamás la dejarían en paz. No importaba cuántos murieran en sus robos e intentos desesperados por huir, siempre habría más persiguiéndola y profiriéndole palabras espantosas: monstruo, demonio, bruja... Los peores eran los de las túnicas negras. La buscaban incesantemente y la obligaban a huir de cualquier sitio donde se asentara.
Charlotte estuvo huyendo durante años, matando cuando era necesario y acunando a su hermano muerto por las noches. Durante un invierno especialmente crudo, el cuerpo empezó a fallarle. La comida escaseaba y las chozas mugrientas no la protegían de aquellas gélidas temperaturas. Hoz en mano, se resguardó cerca de la hoguera que había montado en el bosque, sin saber si los túnicas negras se la llevarían antes que el frío. Cuando la escarcha se cristalizó en sus fosas nasales y los labios se tornaron de una tonalidad azulada, Charlotte sintió algo completamente distinto: aceptación. Cerró los ojos y abrazó la serenidad de la muerte cuando, de repente, escuchó un chillido ensordecedor. Victor se sacudió en su pecho, y una nube de niebla lo envolvía. Antes de que pudiera reaccionar, se separó de su cuerpo dejando un charco sangriento, aterrizando en la nieve y salió huyendo.
Recobrando las fuerzas justo en el borde de la muerte, Charlotte salió en su búsqueda. Lo llamó incesantemente y corrió por el bosque hasta que le fallaron las fuerzas. Finalmente logró ver a Victor sentado sobre una niebla espesa. Su rostro, salvaje y retorcido, gritaba mientras una figura encapuchada salía de entre la niebla, lo agarraba por el brazo y se lo llevaba. La tranquilidad que había sentido Charlotte desapareció de repente y regresaron el odio y la rabia que tan familiares le resultaban. Agarrando firmemente la hoz, se adentró en la niebla, dispuesta a destripar a quien se acercase a su hermano.