Carmina Mora era una artista de gran talento que cargaba con la culpa de la muerte de su hermano menor. Se crio en un escarpado pueblo costero de Chile, donde plasmó los magníficos paisajes de la Patagonia. Al aire libre, pintaba fiordos sobrecogedores mientras alimentaba a los cuervos que anidaban cerca de su casa.
La culpabilidad por la marcha imprevista de su madre la acompañó toda la infancia. El padre de Carmina le recriminaba el abandono de su madre, lo que acrecentó su dolor. Aun siendo una niña, tuvo que ocuparse de cuidar a Matías, su hermano pequeño.
Un año más tarde, Carmina estaba junto a su casa, retratando a Matías, cuando sonó el teléfono. Su padre se quedó fuera, bebiendo cerveza. Carmina corrió a casa para coger la llamada y colgó a los pocos segundos. Cuando volvió a salir, Matías había desaparecido. Preguntó a su padre, pero no estaba pendiente de su hermano. Lo buscó por todas partes, gritando su nombre a los cuatro vientos. Vio una prenda roja flotando en el arroyo que discurría junto a la casa. Era la chaqueta de Matías. Saltó al agua y lo encontró inerte en la superficie; sus ojos vidriosos no pestañeaban. Se había ahogado.
Sus gritos desgarraron el cielo. El padre de Carmina la encontró sollozando a orillas del riachuelo, aferrando el cadáver de su hermano y rodeada por una parvada de cuervos. Su padre le arrebató el cadáver de Matías, y ella lloró hasta desgañitarse.
A la mañana siguiente, el mundo estaba sumido en la oscuridad. Su padre no articuló palabra. No tenía por qué. Carmina sabía que era todo culpa suya. Pasaron los meses, pero su pérdida seguía fresca como rocío matutino. Era tal su autodesprecio, que no era capaz de pintar. Sin Matías, la vida no tenía sentido.
En el fatídico día en que Matías habría cumplido años, Carmina se encaminó a un angosto puente a varias cuadras de su casa. Tenía claro que nada podría consolarla. Su madre se había ido, su hermano había muerto y su padre la culpaba a ella. Estaba convencida de que no le quedaban motivos para vivir.
Carmina se acercó a la barandilla del puente, que se alzaba sobre las aguas turbulentas. La gente del lugar conocía el puente como el "Salto mortal". Varios coches pasaron junto a Carmina, pero ninguno se detuvo. A nadie parecía importarle. Así que se subió a la barandilla y, con las piernas temblorosas, se detuvo al borde del puente. Miró abajo y observó cómo el torrente azotaba una roca gigantesca. Carmina cerró los ojos: Hasta pronto, Matías.
De pronto, una cacofonía de graznidos inundó los cielos. Carmina abrió los ojos para ver una nube negra de cuervos volar hacia ella. El enjambre se separó en dos y las oscuras aves se lanzaron en picado. Uno de ellos se le posó en el hombro y miró a Carmina a los ojos intensamente, como si contemplase su alma. La joven trastabilló, y el cuervo soltó un graznido estridente. Desconcertada, Carmina miró al cuervo.
Otro cuervo se posó en la barandilla y después otro más. En un abrir y cerrar de ojos, una parvada cubría la barandilla del puente por completo, protegiendo a Carmina. Notaba sus enigmáticas miradas calculadoras clavadas en ella, como si tratasen de adelantarse a sus actos. Miró hacia abajo un momento y el estruendo de los graznidos interrumpió su fatal impulso. Los cuervos parecían preocuparse por su integridad. Casi vencida hacia el abismo, mientras el viento mecía su pelo del color de los propios cuervos, se sintió una de ellos. Por primera vez desde la muerte de Matías, Carmina no se sentía sola.
Decidió volver a casa y concederle otra oportunidad a la vida. Los cuervos se marcharon, pero Carmina tenía la sospecha de que, si le pasase algo, volverían.
Inspirándose en lo que le había sucedido, Carmina cogió un pincel y empezó a plasmar su experiencia: usaba tinta negra para pintar el Salto mortal con una nube de plumas negras, que representaba la parvada de cuervos que le habían salvado la vida. La experiencia fue transformadora y supuso el punto de partida de su particular arte surrealista de tinta negra.
Varios años después, el color penetró en la oscuridad y este cambio de técnica hizo que su arte creciera. Se dedicó a pintar murales enormes en esquinas muy concurridas, a diseñar disfraces ostentosos y a recitar poesía de protesta. A través de su arte, Carmina relataba íntimas tragedias locales a tal escala que era imposible ignorarlas. Y, allá donde actuaba, los cuervos iban detrás.
Sus interpretaciones eran cada vez más audaces y atraían a muchos artistas a quienes estimulaba con su estilo. Comenzó a intimar con un grupo de pintores que comprendían bien su visión iconoclasta. Gracias a sus actuaciones, se erigió precursora del movimiento surrealista a gran escala, que fue todo un fenómeno.
Adquirió tal reconocimiento que llegó a ojos de la comisión de una empresa internacional, The Vack Label. Carmina indagó y descubrió que se trataba de una organización que regalaba obras de arte a selectos políticos corruptos. Los artistas que realizaban encargos para Vack parecían desaparecer después.
Carmina, que estaba decidida a exponer el vínculo de la empresa con esos políticos infames, aceptó el encargo de Vack. La semana siguiente, Carmina pintó un mural gigante en el columbario de un cementerio: el logo de The Vack Label era una especie de parca surrealista que cosechaba los campos de las familias chilenas. Mientras pintaba, llevaba un extravagante vestido en el que había bordado un poema sobre la revolución política.
La composición alentaba un debate radical sobre la corrupción. Esta polémica colocaba a Carmina en el ojo del huracán. Tras recibir varias amenazas de muerte anónimas, decidió refugiarse en casa de su padre con sus amistades más cercanas por seguridad.
Esa noche, una banda de matones enmascarados allanó la casa, atraparon a Carmina y a sus amigos rápidamente, los metieron a una furgoneta y se los llevaron.
A la mañana siguiente, una brisa seca y arenosa azotó la cara a Carmina y la despertó. Estaba sentada en una silla en medio del desierto, atada de piernas y con las manos esposadas. Sus amigos estaban tirados por el suelo, también inmovilizados. Una sombra le cubrió la cara. Carmina alzó la mirada.
Se le acercó un hombre vestido con una túnica larga y una capucha que le ocultaba la cara, y se sacó un cuchillo de plata de la túnica.
La cogió de las manos y recitó un salmo en un idioma que desconocía. Carmina lo desafió con la mirada. Él se calló y le asestó un tajo rápido con la hoja.
Carmina emitió un grito agónico que despertó a sus amigos y los obligó a presenciar algo horrible: sus manos mutiladas en la arena. Las siguieron las esposas, que aterrizaron en un charco de sangre.
El encapuchado sonrió de satisfacción: "A ver cómo pintas ahora". Carmina chilló y lo insultó mientras se revolvía para intentar librarse de las ataduras de sus piernas.
El hombre sujetó a Carmina de la barbilla y ella le escupió en la cara.
Él gruñó y le abrió la boca a la fuerza para sacarle la lengua. Carmina hacía lo posible por liberarse y él le cercenó la lengua de un violento navajazo.
Un angustioso aullido llenó el aire. Él limpió el filo en la túnica, dejando un reguero de sangre. "A ver cómo recitas poemas ahora".
Carmina se compungió de tristeza más que de dolor. Una ira irrefrenable la invadió. La pena y la pérdida se apoderaron de sus sentidos. Había perdido a su hermano pequeño. Y también había perdido la única manera de lidiar con tal dolor. Carmina chilló como el día que murió su hermano.
Los graznidos resonaron por el desierto. Un ciclón de nubes negras oscureció el cielo. Cayeron plumas negras en los brazos ensangrentados de Carmina. Ella levantó la mirada y vio un vendaval de cuervos que emergían de las nubes y se abalanzaban sobre el encapuchado.
A medida que los voraces cuervos le picoteaban la carne sin piedad, Carmina sonrió al ver su arte surrealista cobrar vida.
Pero se le encogió el corazón de rabia al ver a los cuervos dirigirse a por sus nuevas víctimas: sus amigos. Se sintió abrumada por una oleada de dolor, culpa y miedo, y se puso a chillar. Pero fue en vano, pues nada saciaba el hambre de los cuervos.
Los gritos agonizantes de sus amigos se agudizaban y la oscuridad se cernió sobre sus ojos. La muerte volvía a su vida y, una vez más, era culpa suya.
Una niebla negra y densa la envolvió.