Uno de los primeros recuerdos de Kate Denson era cantar delante de su familia una canción que había aprendido aquella mañana en el cole y ver cómo se les dibujaba una sonrisa en la cara. Cuando se dio cuenta de que algo tan sencillo como una canción podía hacer feliz a la gente, supo enseguida lo que quería ser de mayor.
Practicó, aprendió a tocar la guitarra en cuanto los brazos le permitieron sujetarla y ya actuaba ante público a la tierna edad de ocho años. Su madre hizo todo lo que pudo por cumplir los sueños de Kate, primero acompañándola por todo su estado natal, Pensilvania, luego por todo el sur y, finalmente, hasta la propia Nashville.
Kate ganaba todas las competiciones de música folk y los concursos de talentos en los que participaba; pero para que ella ganase otros tenían que perder, y eso no le gustaba. Solo quería una vía de escape, una forma de entrar en contacto con la vida de las personas, de que se olvidaran de las preocupaciones del mundo y disfrutaran, aunque solo fuera durante unos instantes.
Crecer le brindó una nueva libertad. Compró una vieja camioneta Chevy destartalada para poder viajar sola, conocer admiradores y hacer amigos en cada parada. La suya no era la típica historia de los excesos del rock: solo la carretera, su guitarra y tal vez un trago de bourbon al acabar el día.
Tanto en sofocantes festivales como en bares acogedores, la gente se agolpaba para oír su voz y las canciones que había compuesto sobre la amistad, la familia, el amor y el hogar.
Y no lo hacía de boquilla: volvía a casa siempre que podía para colaborar en su comunidad y entretener a los niños con historias del ancho mundo. Lo consideraba una manera de devolver a los demás todo el apoyo que ellos le habían brindado.
En su hogar también encontraba gran parte de su inspiración. Siempre le había gustado dar largos paseos por el bosque que rodeaba al pueblo, explorar las viejas vías, buscar un lugar tranquilo donde tocar y componer sus canciones. Tenía un rincón favorito al que volvía siempre que tenía la oportunidad: una hondonada natural, ahora rodeada de árboles, que parecía como si se hubiera formado por una explosión en las rocas miles de años atrás.
Allí sentía un fuerte vínculo con la naturaleza, con todo el planeta: dejaba que el bosque le envolviera la mente y la recompensara con una inspiración constante.
Sujetó la guitarra y sus dedos comenzaron a recorrer las cuerdas, pero esta vez la música que tocó distaba mucho de las alegres melodías que solía componer; tenía un matiz mucho más melancólico, incluso siniestro, pero algo la empujaba a seguir y a terminar la canción.
A su alrededor, las hojas vibraron al unísono con los acordes y las ramas de los árboles se alargaron, fusionándose para formar un ente vivo. Unas finas extremidades arácnidas descendieron del follaje y se cernieron sobre ella, intentando atraparla. La chica recobró la consciencia y empezó a golpearlas con una piedra para hacerlas retroceder, pero ante una piel tan dura como el acero la improvisada arma no causó ningún efecto, limitándose a rebotar inofensivamente.
Las extremidades se enredaron como zarcillos alrededor de sus piernas y brazos, y la alzaron hacia la oscuridad. La niebla cubrió la hondonada, ensombreciendo a Kate y a la criatura de pesadilla que la arrastraba hacia sí.
La niebla se disipó, y no quedaba señal alguna de forcejeo, ni tampoco de vida. Solo una guitarra acústica con el golpeador grabado con flores y las iniciales KD incrustadas en nácar.