Anna apenas sabía caminar cuando su madre empezó a enseñarle a sobrevivir en las duras y solitarias tierras de los bosques del norte. Para vivir en una zona tan extremadamente peligrosa y remota, se necesita habilidad y resistencia. Si la luz del sol se volvía demasiado tenue como para poder hacer algo productivo, se refugiaban en su casa, una cabaña vieja y robusta construida para resistir los inviernos más duros. Junto al calor de la chimenea, Anna descansaba en los brazos de su madre, rodeada de los pocos juguetes y máscaras de madera que ella le había fabricado. Entre cuentos y nanas, se quedaba dormida y tenía dulces sueños, ajena a los acontecimientos que pronto lo cambiarían todo.
Anna y su madre acechaban a un alce enorme en el bosque. Sabían que era una presa peligrosa, pero estaba siendo un invierno especialmente difícil y casi no les quedaba nada de comer. La idea de morir de hambre las asustaba más que cualquier criatura del bosque. De improviso, el alce se encabritó, bramó y cargó contra Anna. Ella se quedó paralizada de miedo mientras el mundo entero parecía sacudirse bajo los cascos de la inmensa bestia. El alce estaba tan cerca que Anna vio la furia asesina en sus ojos y, de repente, su madre se interpuso entre los dos, hacha en mano. Un grito desgarrador le recorrió la garganta mientras el alce la atravesaba con los cuernos y la levantaba en el aire. Anna lo golpeó con el hacha en la cabeza con todas sus fuerzas, una y otra vez, mientras el animal intentaba quitársela de encima. La cornamenta se partió con un crujido horrible, y dejó finalmente libre a la madre. La bestia se desplomó.
Anna era demasiado pequeña como para mover el cuerpo destrozado de un adulto, así que se sentó junto a ella en el claro donde había caído. Para distraerla de los bramidos agonizantes del alce, la madre de Anna la abrazó y tarareó su nana favorita. Así se quedaron, mientras la cazadora y el alce se enfriaban y enmudecían, hasta que Anna se quedó sola en el bosque silencioso. Al final se levantó y emprendió el largo camino de regreso a casa.
Aun siendo una niña, sabía lo suficiente sobre el gélido bosque como para sobrevivir. Siguió sus instintos y se fundió con la naturaleza. Creció, se hizo más fuerte y no dejó de mejorar en la caza. Se convirtió en una depredadora peligrosa, cuya humanidad se había convertido en una sombra de un sueño casi olvidado.
Fue ampliando su territorio y alimentándose de lo que cazaba. Se centraba en las ardillas, las liebres, los visones y los zorros. Al cabo de un tiempo, se cansó de ellos y pasó a cazar animales más peligrosos, como lobos y osos. Cuando unos incautos viajeros se adentraron en su bosque, descubrió una nueva presa favorita: los humanos. Las pobres almas que se extraviaban y llegaban a su territorio acababan degolladas como cualquier otro animal. Se convirtió en coleccionista de sus herramientas, prendas de ropa y, sobre todo, de juguetes cuando había algún niño en el grupo. Pero jamás mató a ninguna niña.
A ellas se las llevaba a su casa, en las profundidades del bosque. Eran preciosas y, al verlas, algo se despertaba en lo más profundo de su interior. Ansiaba tener junto a sí un ser querido, una hija. Entre juguetes de madera, muñecos y cuentos que no sabía leer, ataba a las niñas del cuello con una cuerda áspera que sujetaba firmemente a la pared. No podía permitir que se alejaran o sufrirían una muerte segura en el bosque.
Una y otra vez, las niñas se consumían y acababan muriéndose de frío, hambre o alguna enfermedad. Una y otra vez, aquello sumía a Anna en un dolor, una pena y una locura más profundos en cada ocasión. Se sentía obligada a intentarlo de nuevo y atacaba las aldeas cercanas para asesinar a las familias y secuestrar a sus hijas. Se colocaba una de las máscaras de animal que su madre le había fabricado hacía tanto tiempo, con la idea de tranquilizar con ellas a las niñas asustadas. Los aldeanos difundieron la leyenda de que una especie de bestia acechaba en el bosque rojo: la Cazadora, que mataba a los hombres y se comía a las niñas.
La guerra acabó llegando al bosque. Los soldados alemanes empezaron a atravesarlo, camino a atacar al moribundo Imperio ruso. En aquellos tiempos sombríos ya no pasaban viajeros. Los aldeanos habían abandonado sus hogares y ya no encontraba niños, solo soldados. Muchos de ellos fueron encontrados con violentas heridas de hacha. Desaparecieron misteriosamente grupos enteros. La guerra llegó a su fin, y con ella los rumores sobre la Cazadora, sepultados en el bosque rojo.