Tarhos Kovács no se acordaba de muchos detalles de su infancia, pero dedicó su vida a perseguir lo único que recordaba: los gritos y chillidos en la aldea, su madre obligándole a tragar un fluido espeso y negro que parecía un jarabe... También recordaba haberse desplomado en el suelo y despertar en una fosa común, enterrado bajo una pila de cadáveres, con el sonido de la aldea ardiéndole en los oídos. Recordaba empujar, tirar y escalar por aquella montaña de horror y caer presa de la muerte, la destrucción y el silencio... Un silencio indiferente e inexpugnable. De repente, un chillido agudo le resonó en los oídos y se le erizó la piel: se percató de que estaba presenciando algo que era incapaz de comprender. Aunque no podía expresar lo que estaba viviendo, sabía que no era dolor, miedo ni sufrimiento. Era otra cosa, algo similar al...
... asombro.
Cuando Tarhos trató de razonar la situación, no se fijó en los hombres que se acercaban a él por detrás. Ni siquiera reaccionó cuando lo metieron en un carro tirado por caballos y lo encerraron en una pequeña jaula de madera junto con otros esclavos. Solo se quedó observando la escena, como hipnotizado. Incluso cuando partieron y le dijeron que iban camino de Italia, Tarhos se quedó mirando el paisaje desde la jaula con los ojos como platos y con el anhelo de comprender algo que parecía imposible.
Desde aquel día, Tarhos formó parte de la Compañía de Armas, donde entrenó bajo el mando de Kadir Hakam. Allí aprendió a usar armas, forjar armaduras y recitar un código de caballería donde juraba servir con obediencia a quienes lo contratasen. Con el paso de los años, Tarhos trabó amistad con los mercenarios más hostiles y competitivos. De hecho, su destreza, fuerza e inteligencia atrajeron a un puñado de seguidores que creían que su valor les daría buena suerte en combate. Confiaban en que, algún día, les ayudaría a obtener la libertad. Tres de aquellos seguidores juraron lealtad a Tarhos y se convirtieron en "Los Tres Leales". Eran su propia manada:
Alejandro Santiago era un aprendiz de armero en la Compañía de Armas.
Durkos Malecek mostró ciertas aptitudes para el sigilo y habilidades realizadas en silencio.
Y Sander Rault poseía un tamaño y fuerza a la altura de Tarhos, y blandía una enorme hacha de guerra.
Mientras la Compañía de Armas llevaba a cabo campañas en tierras lejanas, Tarhos liquidaba a cientos de enemigos. Los años pasaron y la sangre no dejaba de correr. Aun así, aquellas muertes seguían sin acercarse a lo que Tarhos había vivido en su aldea. No obstante, su valor en el campo de batalla sirvió para que le otorgasen el título de caballero y la libertad. El esclavo húngaro era ahora libre y su crueldad había sido recompensada. Aunque su corazón todavía tenía un anhelo, algo que no sabía nombrar ni describir. Harto de obedecer a personas que consideraba inferiores a él, Tarhos abandonó la Compañía de Armas para trabajar por su cuenta. Sin embargo, el líder se negaba a liberar a sus seguidores.
Decidido a obtener el oro necesario para liberarlos, Tarhos aceptó trabajar con un acaudalado señor italiano. Vittorio Toscano era el duque de Portoscuro, además de erudito, viajero incesante y coleccionista de los conocimientos arcanos que una cábala anónima de místicos había ocultado. Tarhos se unió a la última expedición de Vittorio para encontrar el fragmento de un pilar que perteneció a una escuela muy antigua, olvidada por el paso del tiempo. Era una piedra a la que Vittorio llamaba "Lapis paradisus", ya que pensaba que contenía los secretos para abrir la puerta que conducía a un mundo perfecto, por encima del bien y el mal.
La expedición inspeccionó unas ruinas romanas en Francia, cruzaron los Pirineos para entrar en España y llegar a las catacumbas ubicadas bajo la ciudad portuguesa de Sintra.
Allí los habitantes consideraban a aquellas catacumbas un lugar sagrado. Tarhos tendría que matar a los residentes que protegían la entrada si quería recuperar la piedra. Vittorio no tenía ningún deseo de derramar sangre y le ordenó a Tarhos que buscase otro modo. Tarhos, que había presenciado los actos más horribles cometidos bajo la protección de la "caballería", se negó a doblarse bajo un falso pretexto de honor y esperó a que Vittorio regresara al campamento. A continuación, con un rugido aterrador, cargó y dejó tras de sí un camino de sangre y tripas en la noche, hasta que se hizo con la piedra.
Cuando volvió a Portoscuro, Tarhos encarceló a Vittorio en su propia mazmorra y le exigió conocer el significado de los símbolos tallados en la piedra. Vittorio se negó a hablar, así que Tarhos torturó cruelmente a sus amigos y parientes, humillando sus cadáveres en público. Sin embargo, esto no sirvió para que Vittorio aceptara revelarle a Tarhos los secretos de la piedra. Este, enfurecido, se apoderó de las riquezas de Vittorio y formó un pequeño ejército. En cuestión de meses, Tarhos se dirigió a la Compañía de Armas, donde destrozó los cuarteles, liberó a sus seguidores, asesinó a sus enemigos sin esfuerzo y se llevó sus "virtuosas" cabezas como trofeos de su "valor".
Con el paso del tiempo, varios nobles de las provincias colindantes creyeron que Tarhos era la personificación del mal y decidieron unirse para crear un ejército moral y virtuoso que purgase el mal que asolaba Portoscuro. Tarhos ignoró sus amenazas, ya que veía a estos nobles como una panda de cobardes que camuflaban su codicia y ambición entre leyes, códigos y perogrulladas. Leyes y códigos creados para ocultar la oscuridad que Tarhos aceptaba sin cuestionarse.
Pese a esto, cuando sus enemigos decidieron actuar, Tarhos se dirigió a las mazmorras para darle a Vittorio la muerte que este merecía. Se negó a darle el más mínimo atisbo de esperanza. Se dirigió en la pequeña cárcel con un objetivo claro en mente mientras se adentraba en las entrañas de la tierra y llegaba a un pasillo iluminado por antorchas. Vaciló un instante, percatándose de que jamás llegaría a hacerse con el conocimiento y los secretos de Vittorio. Pero tampoco lo sabría nadie más y con eso le bastaba. Al llegar, abrió la puerta del calabozo de una patada y entró para encontrarse con un lugar vacío e infestado de ratas.
Tarhos se quedó en silencio un instante. De repente, soltó un rugido de indignación, mientras los sonidos de la batalla resonaban por todo el pueblo. Automáticamente, salió corriendo hacia el pasillo, subió por las escaleras de caracol hasta llegar a la entrada. Al abrigo de la noche, dejó un rastro de sangre y vísceras, destrozando todo lo que se encontraba para llegar a su enemigo final. Los nobles "morales y virtuosos" arrojaban rocas y troncos de árbol al pueblo, destruyendo hogares y aplastando a los habitantes como lombrices, además de prender fuego a balas de heno y piñas de leña para provocar incendios por la localidad.
En medio de aquel caos, la manada halló a Tarhos y juntos se convirtieron en un remolino de muerte. Algunos creían que su valor era lo que les daba suerte, y otros, que algo sobrenatural los protegía. Fuese lo que fuese, aquel reducido grupo asesinó a decenas de guerreros como si estuvieran aplastando cucarachas. Mientras masacraban a los enemigos, Tarhos no se fijó en la extraña niebla que emergía de los cadáveres del suelo y el ruido de las armaduras, hasta que la oscuridad lo envolvió por completo.
Tarhos avanzó a tientas por la espesa niebla que le recordaba al jarabe que su madre le había obligado a tomarse hacía muchos años. Su coordinación y sentido de la orientación no funcionaban, y llamaba incesantemente a su manada. No sabía cuánto tiempo pasó caminando por aquella oscuridad casi perfecta. De repente, la niebla se disipó, revelando un yermo fantasmal plagado de cadáveres podridos y aldeas en llamas. A lo lejos, se veían unas torres derruidas de aspecto imponente. Estaba asombrado. Un chillido agudo que ya había escuchado antes le resonó en los oídos y se le erizó la piel. Se quedó paralizado y se dio cuenta de que, gracias al azar, su corazón había hallado aquello que llevaba buscando toda la vida. No necesitaba a Vittorio, ni tampoco esa piedra. Había encontrado su propio paraíso. Había encontrado...
... la belleza y el horror.
Había encontrado...
... lo Sublime.